Academia

La Academia entrega su Medalla de Honor a la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid

28 de noviembre de 2022

El director de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid, Manuel Blanco Lage, recibió de manos del director de la Academia, Tomás Marco, la Medalla de Honor del año 2022. Leyó la ‘laudatio’ en nombre de la corporación el arquitecto y académico Rafael Manzano Martos. La ceremonia se completó con la actuación musical del organista Daniel Oyarzabal y de la violinista Miriam Hontana.

Quienes ejercitamos el nobilísimo arte y la alta tecnología exigida por la arquitectura contemporánea no somos sino modestos descendientes de viejos talleres arquitectónicos, familiares o gremiales, en los que bebieron las sucesivas generaciones, trasmitiéndose secretamente los usos y saberes del oficio, que usaron de diversas técnicas y aparejos según tradiciones regionales derivadas de los materiales disponibles en función de la rica variedad de suelos, pétreos o arcillosos, que suministraba espontáneamente la próvida naturaleza. Diversidad de materiales, diversidad de técnicas constructivas, diversidad de formas y lenguaje arquitectónico, ¿Torres de Babel también en el oficio de arquitecto?, ¿ceremonia de confusión? No, riqueza y variedad de formas y de belleza, diversidad de lenguajes transmitidos de padres a hijos y de hijos a nietos, o de maestros a aprendices.

Desde el punto de vista lingüístico, todo en Occidente se fraguó en la Grecia clásica, donde surgieron los órdenes arquitectónicos como si se tratara de tres lenguajes diferentes. El dórico, hijo de la tradición lígnea de la Grecia Continental y de su prolongación mediterránea en la Magna Grecia, articulado por sus propios elementos constructivos trasladados a la piedra y convertidos en columnas, arquitrabes y fonemas pétreos de un sistema arquitectónico.

El mundo jónico oriental, siempre propenso a la riqueza decorativa iba a trasladar al orden pétreo una tradición de ornamentos labrados en dorados, bronces y otros enjoyados ricos que ocultaban la primitiva base estructural leñosa, y de aquellos saldría el segundo orden griego, el jónico, que tendría su origen en la Jonia asiática.

Una mutación de carácter escultórico que Vitruvio atribuye a Calímaco, aquel perfeccionista discípulo de Fidias, supuso la invención del capitel corintio como variante del jónico, inspirado en la envoltura de acantos, nacidos sobre la losa que cubría la tumba de una niña a la que su nodriza llevaba flores cada día, en un comentario del Ática.

Cuando los romanos conquistaron el suelo griego y vieron y asimilaron su cultura se enamoraron de los tres órdenes, a los que consideraron como otras tantas declinaciones o conjugaciones de un mismo lenguaje arquitectónico, cuya belleza supieron geometrizar, sistematizar y difundir como ideal de perfección de todo el Imperio ¡Un único lenguaje arquitectónico universal! Una escolástica común, un tratado único, con mil variantes perdidas, aunque con una feliz difusión a través de Los diez libros de arquitectura de Marco Vitruvio Polión. Lo otro, la tecnología, especialmente la de la arquitectura abovedada, se implantó pronto en la tradición etrusca, más los aportes orientales de un Rabirius o de un Apolodoro de Damasco, quienes llevaron a la perfección el sistema.

En la arquitectura, la caída del Imperio supuso una decadencia evidente, con una importante renovación tras los terrores del año mil que supondría un nuevo estilo universal para el fragmentado Imperio de Occidente: la arquitectura románica. Las soluciones del románico fueron llevadas a su perfección estructural en el estilo gótico que, sin renunciar al uso clásico de la columna, sería capaz de engendrar nuevas formas arquitectónicas estilizadas, hijas de una interpretación orgánica de aquellas hábiles estructuras. Los símbolos del mundo medieval pronto mutaron por el profundo análisis formal del Renacimiento, que iba a invadir Europa desde las repúblicas italianas durante el cinquecento.

Tras el Renacimiento y su etapa manierista, tras el Escorial y sus consecuencias, la decadente España de los Austrias, viró hacia un Barroco distinto y distante de Europa, transformado a la llegada de la dinastía borbónica por los nuevos gustos traídos del mundo del clasicismo y rococó franceses, por Felipe V en un primer momento de su reinado, y de la Italia de su segunda esposa, Isabel de Farnesia y de sus consejeros áulicos.

El incendio del viejo Alcázar de Madrid, imagen de los Austrias, su reconstrucción, la necesidad de artistas cualificados y la exigencia de crear un símbolo arquitectónico de la nueva dinastía, obligaron tras la muerte de Filippo Juvara, que aconsejó como continuador de las obras a su discípulo Juan Bautista Sachetti, a crear nuevos equipos formados ya en la cultura del Barroco clasicista romano, como una premonición del triunfante Neoclasicismo.

La propia idea de la creación de un centro público para la enseñanza de los estudios profesionales de las tres artes del dibujo, y muy especialmente de la arquitectura, frente a la tradición antigua del acceso a sus secretos a pie de obras más o menos complejas, bajo la dirección de un viejo maestro, se encuentra en la génesis más temprana de la Academia, cuando el pintor Francisco Antonio Meléndez se dirige al rey Felipe V proponiéndole en 1726 “erigir una Academia de las artes del diseño, pintura, escultura y arquitectura, a ejemplo de las que se celebran en Roma, París, Florencia y Flandes, y lo que pueda ser conveniente a su Real Servicio, al lustre de esta insigne villa de Madrid, y a honra de la nación española”.

Fracasado en su demanda, sería Giovanni Domenico Olivieri, escultor jefe del taller del Palacio Real Nuevo, que se convertía ahora en una nueva urgencia en la creación de la soñada Academia, el que, con mayor éxito, conseguiría la creación en 1744 de la Junta Preparatoria y de la aprobación de sus estatutos. La presencia del marqués de Villarías, como protector, y de todos los Grandes de la Nobleza de España como consiliarios, tenía otra razón: el ennoblecimiento de los oficios artísticos, ya reclamado en España por Velázquez en la simbología de Las meninas en la corte de Felipe IV, pobre pero culta. La tercera razón de la Academia era garantizar, desde postulados clasicistas, la calidad de la arquitectura española construida con dinero público.

Es cierto que la Academia cuidó más la perfección y belleza de los trazados arquitectónicos que la actualización tecnológica del proceso constructivo. Allí, en la naciente Academia, estaban los más grandes arquitectos llegados de Francia y de Italia en correspondencia con el ascendiente francés de los Borbones, o el gusto italiano impuesto por la reina Isabel Farnesio y su consejero el marqués de Scotti: primero Sachetti y Ventura Rodríguez, imbuidos por el romanismo tardío traído inicialmente por Juvara, luego los más puristas en torno a Sabatini, el militar impuesto por el ordenacismo de Carlos III, y finalmente el neoclasicismo de los Villanueva, más próximo al talante de Carlos IV.

Un siglo después de la fundación de la Academia se iba a producir la gran mutación. Eran los primeros años del reinado de Isabel II y gobernaban los “moderados” presididos por Narváez, con su ministro de Instrucción Pública don Pedro José Pidal, marqués de Pidal, académico por la Sección de Arquitectura que, por Decreto de 25 de septiembre, exponía en su preámbulo: “Tiempo hace ya que se reclama por todos los amantes de las Bellas Artes una reforma radical de su enseñanza a fin de elevarla a la altura que tiene en otras naciones europeas, dándole la extensión que necesita para formar profesores. Cierto es que la Real Academia de San Fernando ha desplegado siempre el más laudable celo en favor de esta enseñanza: pero escasa de medios, no ha podido menos que darla incompleta”.

La cesura producida entre la Academia y la enseñanza iba a dar lugar al nacimiento de la Academia en su concepción actual, a la Escuela Superior de Arquitectura con un carácter más tecnológico que puramente artístico, y a una Escuela de Nobles Artes que tardó más en desgajar el aprendizaje de la Pintura y la Escultura de la madre común, por su larga permanencia en el palacio de Goyeneche. La nueva Escuela de Arquitectura se trasladaría a un interesante edificio construido tras la desamortización eclesiástica de Mendizábal en los Estudios Reales de San Isidro.

Así pues, la Escuela de Arquitectura de Madrid, que tuvo luego copiosa descendencia en Sevilla, Valladolid, Las Palmas, Granada y Málaga, es directa prolongación de los estudios creados en la Academia, verdadera alma mater de los estudios madrileños, y fueron académicos sus primeros directores y profesores, quienes crearon los planes de estudio germinales sobre los impartidos en la Academia.

Consecuentemente, el año 1845 bajo la tutela de la propia Academia, se promocionó un transitorio Estudio Especial de Arquitectura, dentro de la Escuela de Nobles Artes, que en 1848 lo transformaba en la Escuela Especial de Arquitectura de Madrid, la primera en España. Poco después, en 1857, como fruto de la Ley Moyano, la Escuela, hasta entonces ligada todavía a la Academia, se transformaba en la Escuela Superior de Arquitectura de Madrid, y pasó a depender de la Universidad Central. Con ello adquiría su plena autonomía, pero como afirmaba Simón Marchán: “Esta ruptura supuso la pérdida de una sensibilidad viva, enfocada a las raíces y a su historia, impulsando en cambio la génesis de unos lenguajes en la arquitectura que también emanaban de los cambios artísticos, técnicos y sociales en curso, fraguados en la modernidad. Si bien en los sucesivos planes de estudio se mantuvieron el dibujo, las matemáticas o la composición y el proyecto, inmersos en la permanente disyuntiva decimonónica entre el arte y la técnica, que por influjo hegemónico francés inspiraba a las Politécnicas, se iban a incrementar las asignaturas técnicas y prácticas que desembocaron en la adscripción de la Escuela a la Universidad Politécnica de Madrid. Pero, no obstante, subsistió en medio de los cambios y hasta hoy la asignatura académica ‘Composición’, primerísima en la carrera y en la que se aplicaba esta materia a la delineación y utilización de los órdenes arquitectónicos y a la copia de edificios antiguos, y su catedrático, el académico don Juan Miguel Inclán Valdés, fue precisamente el director de la nueva Escuela”.

No debe olvidarse la relación entre la Escuela y la Academia en la comisión de profesores, todos ellos académicos –Peyronet, De la Gándara, Jareño y Aníbal Álvarez–, que recopilaron y dibujaron los diseños prodigiosos de los Monumentos Arquitectónicos de España. O las muchas colaboraciones en la edición, nunca acabada, de los Catálogos monumentales y artísticos de España, donde perdura la huella todavía fecunda del maestro don Manuel Gómez Moreno.

En arquitectura, la Escuela se decantó por el eclecticismo, pero la Academia nunca olvidó la defensa y protección del patrimonio artístico. Las Escuelas de Arquitectura sí, pero tras unas generaciones de lamentable olvido, y desde la revisión de la ortodoxia moderna y el reencuentro con la historia, iniciadas durante la década de los pasados años setenta, la intervención en el patrimonio y la restauración de monumentos se han convertido en un ámbito más del proyecto y su metodología didáctica.

Además de la maternidad de la Academia sobre la Escuela de Arquitectura de Madrid, la relación personal entre profesores y académicos identificados en las sucesivas generaciones de la historia reciente de ambas instituciones ha coincidido en las mismas personas. Se ha perdido, eso sí, otro símbolo de cortesía académica entre ambas instituciones que perduró hasta los años sesenta del pasado siglo. Una vez obtenido el título con puntuación brillante en la Escuela, se llevaba el documento a la Academia que, una vez compulsado, lo hacía suyo y lo duplicaba con otro grabado bellamente y con los sellos de la Casa, emitido ya como timbre de hidalguía con el título de “Arquitecto por la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando”.

La Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid es el alma mater de todos los actuales académicos arquitectos y refugio amoroso de muchos académicos que han impartido allí largos años de docencia como historiadores del arte, madre a su vez de otras escuelas españolas, y de máximo prestigio en el contexto internacional. “La mejor Escuela del mundo”, la declaró en varias ocasiones y en diversos foros y publicaciones nada menos que Kenneth Frampton, una de las mejores cabezas de la Columbia University de Nueva York.

En definitiva, creemos que la concesión de esta Medalla de Honor puede ser ocasión de un reencuentro, el inicio de una nueva edad de oro para las dos instituciones y de una fecunda colaboración entre ambas.

Rafael Manzano Martos

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