Academia

Miguel de Oriol e Ybarra, in memoriam

23 de junio de 2025

El arquitecto, Miguel de Oriol e Ybarra, (Madrid, 1933 – 2025), fue recordado en la Academia con el elogio pronunciado por Alfredo Pérez de Armiñán, jurista y vicedirector-tesorero de la Institución.

Miguel de Oriol e Ybarra fue una figura destacada en la arquitectura española del siglo XX. Formado en Madrid y en Yale, promovió el movimiento moderno y el urbanismo visionario, con propuestas para transformar Madrid, como muestra su discurso Madrid a pie, una utopía. Autor de obras emblemáticas como Torre Europa, combinó funcionalismo y monumentalidad.

Defensor del patrimonio, escultor y coleccionista. Participó activamente en la Academia de Bellas Artes durante casi tres décadas. Su legado perdura por su originalidad, firmeza de principios y su incansable compromiso con la ciudad y la arquitectura.

MIGUEL DE ORIOL E YBARRA (1933-2025)

UN URBANISTA VISIONARIO, UN ARQUITECTO CREADOR

Intervención del Académico numerario Alfredo Pérez de Armiñán, vicedirector-tesorero de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, en la sesión necrológica en memoria del Académico numerario Excmo. Sr. D. Miguel de Oriol e Ybarra

Señoras y Señores Académicos:

Querida Inés de Sarriera:

Querida familia Oriol:

Señoras y señores:

Nuestro Reglamento, conforme a la secular tradición académica, prevé que a la muerte de los miembros numerarios y honorarios de la Corporación se pronuncie en su homenaje lo que, desde la Antigüedad clásica, se ha llamado “elogio” o “discurso fúnebre”.

Por encargo de nuestro Director, a iniciativa de la Presidenta de la Sección de Arquitectura, me corresponde hoy el honor de tributar ese elogio a Miguel de Oriol e Ybarra, el más antiguo miembro de esa Sección por su fecha de ingreso en la Academia, recordando su figura y su obra. Llevo a cabo gustoso este honroso encargo sin más título para ello que haber convivido con él durante veintinueve años en nuestra Corporación y haber sido, por tanto, testigo de su valiosa presencia y aportación como académico. Durante ese largo periodo de tiempo poseyó la medalla número 5, sucediendo en ella a arquitectos tan prestigiosos como su predecesor inmediato, José María García de Paredes, y anteriormente, en los siglos XX y XIX, Francisco Iñiguez Almech, Modesto López Otero, Ricardo Velázquez Bosco y Francisco Jareño.

Miguel de Oriol e Ybarra ha muerto en Madrid, su ciudad natal, a la que dedicó mucho tiempo, pensamiento y esfuerzo a lo largo de sus noventa y un años de vida. Con él desaparece uno de los últimos y más significados arquitectos españoles nacidos entre los años veinte y la Guerra Civil, que constituyen la llamada “generación de los 60”, etapa en la que se consolida finalmente en España el predominio de los postulados del “movimiento moderno”, iniciado después de la I Guerra Mundial y difundido en todo el mundo.

Perteneciente a una de las estirpes más relevantes del empresariado español, su inquietud creadora y su espíritu visionario caracterizan su personalidad como arquitecto y urbanista. No obstante, su obra y su pensamiento arquitectónicos, aunque plenamente modernos, continúan también la senda innovadora abierta en la primera mitad del siglo XX por su abuelo paterno, el también arquitecto José Luis de Oriol y Urigüen, impulsor de importantes iniciativas industriales, como las compañías Hidroeléctrica Española – hoy Iberdrola, tras su fusión con Iberduero – y Talgo, que hoy siguen siendo dos de las más destacadas empresas españolas.  

Fiel a los suyos, al comienzo de su Discurso de ingreso en esta Academia el día 25 de noviembre de 1990, decía:

“Mi abuelo paterno, cuya admiración mantengo, llegó a ser el más anciano de los arquitectos de España; mi hijo mayor ejerce…la misma profesión conmigo. Así que me siento eslabón, responsable en este punto, de una cadena cuya extensión en el futuro me enorgullecería”.

Y a continuación añadía:

“Creo que la razón más noble de una existencia está en la transmisión veraz de las creencias y saberes recibidos, enriquecida por los encuentros y presentimientos que uno pueda sumar al mensaje sembrador”.

En su respuesta al Discurso de ingreso de Miguel de Oriol, nuestro recordado compañero, el ilustre arquitecto José Antonio Domínguez Salazar, recordaba también los orígenes familiares del nuevo académico al señalar:

“Oriol nace en Madrid en 1933 y su vocación de arquitecto, dejando a un lado sus innatas condiciones para el oficio, es el resultado de la perfecta simbiosis que en él se produce por el ambiente familiar que respira y en el que se forma, al heredar de su abuelo paterno José Luis de Oriol y Urigüen lo que en sí lleva consigo la formación de arquitecto, que disciplina y pone orden en su intuitiva imaginación, y por el sentir, ante toda manifestación artística, de su madre, de la familia Ybarra y Lasso de la Vega, que pudiera ser expresado, y ya que de Arquitectura vamos a tratar, cuando ante análoga circunstancia Le Corbusier decía: “algo, un edificio, una obra plástica, de pronto me toca el corazón, me hace bien y digo esto es bello, el arte está presente, soy feliz”.

En la personalidad de Miguel de Oriol, este doble espíritu familiar, de emprendimiento y disciplina, por un lado, y de imaginación y sensibilidad artística, por otro, dio como fruto un particular talento para la innovación y la creatividad, que se enriqueció a través de la ampliación de su formación, como arquitecto y urbanista, en la Universidad de Yale en Estados Unidos, con el magisterio del urbanista Christopher Tunnard, tras terminar la carrera en la Escuela Superior de Arquitectura de Madrid en 1959.

Esa ampliación de sus estudios le permitió conocer de primera mano las corrientes dominantes en la arquitectura y el urbanismo de ese momento, y muy particularmente la obra en los Estados Unidos de la mayor parte de los principales arquitectos de las llamadas “segunda y tercera generaciones del movimiento moderno”, como también puso de manifiesto José Antonio Domínguez Salazar en sus palabras de contestación.

Desde su regreso a España, en 1960, Miguel de Oriol se convirtió en uno de los adalides de la implantación en nuestro país de esas corrientes, abrazando primero el llamado “brutalismo” y después, de un modo más sereno, una arquitectura racionalista siempre decidida a configurar el espacio urbano y, a menudo, no exenta de ambición monumental.    

La inquietud creadora e innovadora de Miguel de Oriol adquiría a veces un carácter utópico y visionario en lo atinente al urbanismo y al papel de los arquitectos en la concepción y gestión de la ciudad. Nunca rehuyó la defensa de sus planteamientos, por polémicos que pudieran ser, en intervenciones públicas y en centenares de artículos publicados en la prensa diaria, sobre todo en el diario ABC. 

Todo lo cual queda bien demostrado en el citado Discurso de ingreso en nuestra Academia, titulado muy significativamente “Madrid a pie, una utopía”. En ese texto, Miguel de Oriol plantea audazmente una reflexión sobre el Madrid contemporáneo y sus posibilidades de convertirse en una de las grandes capitales del mundo occidental, partiendo de la idea de que, como él decía literalmente, “Madrid aspira a presidir una región urbanizada que represente y convoque al mundo que habla nuestro idioma”. 

Treinta y cuatro años después de pronunciarse esas palabras en este mismo Salón de Actos, esas posibilidades se están convirtiendo en una realidad con todas sus consecuencias – muchas positivas y otras problemáticas, como sucede en todas las “regiones metrópoli” – y nadie podrá negar a su autor una capacidad visionaria y profética, al margen de compartir o no sus planteamientos urbanísticos.

La conurbación madrileña, a partir del desarrollo de su núcleo histórico desde la instalación de la Corte por Felipe II en 1561, prolijamente descrito por Oriol en ese Discurso, se extiende hoy desde el borde del Guadarrama, en el Norte y el Oeste, hasta el valle del Tajo, en el Sur, y los confines de la Alcarria, en el Este, formando una cruz cuyos brazos van desde El Escorial hasta más allá de Alcalá de Henares y desde Colmenar Viejo a Aranjuez. En las últimas tres décadas esta “región urbanizada” se ha convertido en el gran motor económico, social y cultural de España, rebasando su papel político y administrativo como capital del Estado, y su presencia entre las grandes ciudades del mundo es innegable.

Cuestión distinta es que Madrid, como pretendía Miguel de Oriol, acierte a integrar en su nuevo papel de “ciudad global” a todo su “hinterland”, que comprende mucho más que el territorio de la actual Comunidad Autónoma de Madrid, adentrándose en las dos Castillas a través del círculo de ciudades históricas que lo rodean, comenzando por Toledo, Segovia y Ávila, todas ellas declaradas Patrimonio Mundial. 

En su Discurso de 1990, Miguel de Oriol presentaba una serie de propuestas para mejorar el uso y la visión de los principales lugares del centro histórico de la capital, desde la Plaza de Oriente a la de la Independencia, pasando por la Gran Vía y el Paseo del Prado, con las fuentes de Cibeles y Neptuno y el Museo del Prado, hasta el Retiro, mediante la peatonalización en superficie del espacio urbano y la creación de una red de vías subterráneas para el tráfico rodado de vehículos.

Es indudable que esas propuestas suponían una radical transformación del centro de Madrid. De ellas sólo se ha realizado hasta ahora la del espacio alrededor de la Plaza de Oriente y el Palacio Real, que ha transformado y mejorado por completo su contemplación y uso, sumándose a las grandes transformaciones urbanas de Madrid en la Época Contemporánea.

Cabe, no obstante, imaginar que otras de las propuestas de Miguel de Oriol para el Madrid central, quizás con variaciones sobre la idea inicial, puedan ser adoptadas en un futuro no lejano. Quedaría así de nuevo demostrada la capacidad profética de nuestro compañero sobre el urbanismo de una ciudad que no siempre ha aprovechado las ideas innovadoras en este campo, o no las ha llevado a cabo en su integridad, como sucedió, por ejemplo, con el “tridente barroco” carlotercerista, desde Atocha a la ribera del Manzanares, la Ciudad Lineal de Arturo Soria, proyectada en fecha tan temprana como 1886, o los planes de Carlos María de Castro de 1860-1864 y Secundino Zuazo y Hermann Jansen de 1929-1930.

La obra arquitectónica de Miguel de Oriol comprende todas las modalidades, desde la arquitectura residencial a la industrial, pasando por edificios de uso terciario, docente, representativo y religioso. Aunque enraizada en los postulados funcionales y estéticos de la renovación arquitectónica del siglo XX, esta obra responde también, como he dicho, a una decidida voluntad de configurar el espacio y el perfil de la ciudad. La más lograda expresión de este empeño es, sin duda, Torre Europa, uno de los edificios que presiden el Paseo de la Castellana en Madrid, construido entre los años 1975 y 1985, cuya silueta lo convierte en uno de los símbolos del Madrid de finales del siglo XX.

Muchas otras obras constituyen la creación arquitectónica de Miguel de Oriol. Quizás las más representativas sean el Colegio Carmelitas de San Sebastián, uno de los primeros edificios españoles de la corriente brutalista, proyectado en 1963, junto con Vicente Orbe Piniés, la Residencia San Jaime, construida en 1964 en Estepona (Málaga), la sede donostiarra de la Universidad de Deusto, construida entre 1961 y 1973, el Pabellón del Vaticano en la Exposición Universal de Sevilla de 1992, y algunos otros edificios situados en Madrid, como el Colegio Salesiano Santo Domingo Savio, de 1961-1968, la casa Wakonnig en La Florida,  el conjunto residencial La Rinconada, de 1968 y 1971, y el complejo Eurocis, edificado sobre una manzana entera del barrio de Salamanca y terminado a comienzos de los años 80. A estos edificios se añaden el Club de Golf de La Moraleja y la Escuela de Música Reina Sofía-Fundación Isaac Albéniz.

La obra de Miguel de Oriol, dentro del racionalismo arquitectónico, deja una impronta duradera en el espacio urbano español de nuestro tiempo, en la que se plasma su fuerte convicción en el valor artístico, y no sólo social, de la creación arquitectónica y el urbanismo.

Su personalidad, sin embargo, no se ha limitado a su dimensión profesional como arquitecto y urbanista, por relevante que ésta haya sido. Al recordarle, no puedo dejar de mencionar su interés por las artes plásticas, como escultor y como coleccionista, y por la protección del patrimonio natural y cultural de España, en su doble condición de naturalista – tanto cazador como ornitólogo – y de restaurador de monumentos.

Son cumplidas muestras de esta segunda faceta las restauraciones del Conventual de San Benito de Alcántara, junto con Dionisio Hernández-Gil, y de su propia casa en Layos, en la provincia de Toledo, gran ejemplo de casa fuerte de los siglos XIV a XVII, así como la rehabilitación de la Casa de Infantes, primera obra de Juan de Villanueva, en el Real Sitio de San Lorenzo del Escorial.

Gracias a todo ello servía también a los fines de esta Academia, interviniendo además en algún momento, con verdadero acierto, para enriquecer sus colecciones. Recuerdo, en especial, que el “Bodegón con limones” de Juan de Zurbarán, uno de los pocos que se conocen de este artista y una de las más interesantes pinturas de nuestro Museo, fue adquirido gracias a su iniciativa el año 2000, con cargo a la herencia de nuestro Académico Benemérito Fernando Guitarte.

Su participación en las sesiones académicas a lo largo de casi tres décadas fue constante mientras su salud se lo permitió. Nuestro último anuario recoge su asistencia a 701 sesiones plenarias. En ellas hizo patente su agudeza y celebrada capacidad dialéctica que, por otra parte, ya había plasmado en sus numerosas publicaciones, entre las que destacan su libro “Ser Arquitecto”, publicado en 1987, y, como antes he dicho, sus artículos en la prensa.

Además de su variada obra, fruto de un inquieto espíritu creativo y de una visión en buena medida utópica, caracterizaban la personalidad de Miguel de Oriol la voluntad indesmayable de mantener un estilo propio, sin concesiones ni compromisos ajenos a sus convicciones, y un claro sentido de la trascendencia del ser y del obrar humanos, marcado por su fe cristiana. Como él mismo decía, le importaba más “el creer que el saber”. Y así será recordado.

Muchas gracias.   

Alfredo Pérez de Armiñán

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